Una tierra oxidada

A quien me dirijo está a un cielo de escombros lleno de furia y sin distancia. Me dirijo con una manta de sangre. Despacio, un poco más despacio camina el hierro en los pies, los pies son ríos oxidados que se fraccionan en huellas. Una tierra oxidada. Pisadas de hierro. 
A quien me dirijo está anclado a una eternidad inteligible, desbordada de eternidad. 
Una sonoridad parecida a las campanas que anuncian a otro anciano que se apaga. 
Cuando se apague mi anciana tendrán que sonar hasta que las grietas venzan su figura o tendré que agrietarlas hasta quedarme sin uñas.
El presente está tan contaminado que se han comido las veinte uñas de mi cuerpo.
Masticar cristales es descontaminarse un poco, pero la carne es la carne, y sin uñas es más carne.



Los recuerdos no vienen conmigo, el pasado, ni mis sueños. A quien me dirijo, me dirijo desnuda y fría, como una estrella apagada, que parece apagada, con los ojos abiertos, muy abiertos, tan abiertos que se desbordan, y una boca desencajada y un estómago vacío, y los brazos, los brazos como un abrazo enorme de un gigante de sal o de la furia de un mar. Igual de viva. 

A quien me dirijo está escondido en un cuando, porque cuando las campanas suenen...

                                                                                                             Cuando lo hagan...

El presente tendrá que vomitar mis uñas.



   


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